Milei y la utopía de un Estado gobernado por IA

Milei y la utopía de un Estado gobernado por IA


Javier Milei se declara fanático de la inteligencia artificial. En una de sus giras internacionales se reunió con directivos de las grandes tecnológicas y deslizó la idea de emular a El Salvador. Allí el gobierno de Bukele firmó con Google un acuerdo estratégico de siete años, aprobado por ley, para digitalizar áreas clave como la educación, la salud y la administración pública. Esto significa que la empresa no solo provee plataformas escolares y equipos, sino que también accede y gestiona infraestructuras críticas cargadas de datos sensibles, como los sistemas sanitarios y gubernamentales. No se trata de un avance técnico neutro, sino de una cesión profunda de soberanía en campos estratégicos. Lo que queda en juego no es solo la privacidad de la población, sino la capacidad misma del Estado de conducir sus políticas en áreas vitales.

El mensaje es claro: allí donde no pueda cerrar ministerios y organismos, imagina sustituirlos con sistemas automatizados. Pero la promesa de eficiencia tecnológica esconde un proyecto más profundo: la fantasía de un Estado reemplazado por algoritmos.

La utopía libertaria

La demolición del Estado no empezó con Milei. La administración de Mauricio Macri ya había instalado la idea de la “nueva gerencia pública”, que proponía administrar lo público como una empresa privada, basada en el concepto de gerencia. Milei lleva esa lógica al extremo: no mejorar la gestión, sino directamente sustituirla. En lugar de gerentes y funcionarios, algoritmos.

De la gerencia al algoritmo: Milei y la utopía de un Estado gobernado por IA

Subido a la tecno-utopía de magnates corporativos como Elon Musk que sueñan con conquistar marte para la clase dirigente, o promover islas sin Estado, pero gobernadas por accionistas, ahora la fantasía libertaria imagina una administración automatizada, gobernada por algoritmos y plataformas digitales, libre de “ineficiencias humanas” y de “la política”. Esta fantasía tecnocrática es profundamente política, aunque se disfrace de neutralidad. Impone una forma de entender la administración pública como mera gestión de lo dado, negando la dimensión conflictiva, deliberativa y transformadora que tiene toda política pública. Un algoritmo no define qué problemas atender, a quién priorizar, qué derechos garantizar: eso lo hacen los gobiernos y las sociedades a través de la política. 

Soberanía digital

Los algoritmos no son neutros: reproducen los valores y las prioridades de quienes los diseñan. En El Salvador, entregar la educación digital y los datos a Google no significó un salto técnico, sino una cesión de soberanía. Lo mismo ocurriría si se tercerizan áreas como salud, defensa o seguridad social: el control de lo público quedaría en manos de corporaciones globales, fuera de todo control democrático. La soberanía digital no es un capricho: es la condición para que la inteligencia artificial esté al servicio de los pueblos y no de intereses privados o geopolíticos ajenos. Esto implica construir capacidades propias, tanto tecnológicas como institucionales, y apostar por desarrollos regionales cooperativos, como los que comienzan a impulsarse en América Latina, los BRICS y otras instancias de integración global alternativa, que buscan escapar al monopolio de las grandes corporaciones tecnológicas del norte.

Más allá de la regulación

El desarrollo y aplicación de tecnologías de IA en el ámbito estatal requiere una regulación robusta, basada en principios de ética pública y transparencia, control democrático, protección de los derechos fundamentales y soberanía tecnológica y de los datos. Todo esto es importante e inexistente en la regulación de nuestro país. Pero tampoco basta. Se necesita avanzar un paso más, hacia un proyecto que nos permita decidir sobre qué bases se construyen sistemas automatizados de procesamiento de datos, en particular de los millones de datos personales que se tratan diariamente. Si la tecnología se diseña con fines de negocio, acumulará poder y datos para pocos. Si se diseña con fines de bien público, puede fortalecer la democracia y la justicia social. Eso implica que el Estado no sólo regule, sino que también moldee los sistemas tecnológicos desde el inicio, en función de objetivos colectivos. Como recuerda Evgeny Morozov, no se trata de rechazar la innovación, sino de recuperar la imaginación política: pensar tecnologías al servicio de la ciudadanía, como lo intentó el proyecto Cybersyn en la Chile de Allende, que buscaba usar la informática para democratizar y planificar la economía socialista.

La IA puede asistir en la producción y análisis de información para decisiones basadas en evidencia; en la detección temprana de problemas sociales, sanitarios o económicos; en la gestión de grandes volúmenes de datos; e incluso en la proyección de escenarios futuros mediante inferencias complejas. Puede ayudar a optimizar recursos, reducir tiempos administrativos y mejorar la accesibilidad de los servicios públicos. Pero debe estar subordinada a decisiones democráticas y soberanas. Lo contrario es aceptar que algoritmos y plataformas -diseñados en el norte global, con lógicas de mercado- definan el rumbo de nuestras sociedades.El dilema no es técnico, es político. La pregunta no es sólo quién usa la inteligencia artificial, sino quién la diseña, con qué valores y al servicio de quién. El futuro digital puede ser emancipador, pero sólo si está guiado por un proyecto emancipador.



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