Los discursos de Enver Hoxha no se escuchaban, sino que sonaban como tornillos que giraban contra metal. Con la frialdad de un encierro dictado por una pecera cubierta con trapo, aisló a su país del mundo y de sí mismo. En ese silencio metabolizado, decidió que la religión ya no tenía tarjeta de invitación y procedió a borrarla con un par de leyes. Primero, inauguró en Shkodër el Museo del Ateísmo y, después, prohibió rezar. Para enseñar que Dios pertenecía al mismo estante que los dinosaurios.
UNO. Cuando las legiones de Mussolini invadieron Albania en 1939 y mandaron al rey Zog I al destierro como si lo bajaran de un tranvía sin boleto, Enver Hoxha no era más que un maestro de gramática, un flaco de corbata humilde que corregía acentos en el pizarrón verde. Pero aquel zarpazo italiano lo arrancó del aula y lo devolvió a una patria que ardía. Cambió la tiza por el fusil y, tras la victoria partisana, se encaramó en 1944 a la silla del poder. De ahí no lo bajó hasta 1985, con el gesto seco del portero que cierra la puerta en la cara. Así, durante cuatro décadas en Albania no hubo primer ministro, hubo patrón de estancia balcánica.
La obsesión de Hoxha era doble, aunque en el fondo siempre fue una sola: proclamarse el discípulo más fiel de Stalin y a la vez imponer su doctrina con marca propia, el llamado hoxhaísmo. Se trataba de un marxismo-leninismo de manual, una ortodoxia de hierro que rechazaba cualquier reforma o alianza como una traición “revisionista”. Para sostener ese credo a martillazos se peleó con todos: con Tito en Yugoslavia, al que tildó de hereje; con Jrushchov en el Kremlin, al que despreció por blando tras 1961; y hasta con Mao en China, con el que rompió filas en 1978 por alguna causa que nadie recuerda. Así dejó a Albania convertida en una isla sobre tierra firme, tapiada por decisión propia.
Semejante paranoia necesitaba ladrillos, y él los encontró en el hormigón. Así nacieron los más de 175 mil búnkeres desperdigados por playas, montañas, parques y veredas en un país cien veces más chico que la Argentina. Centinelas ciegos, agujeros redondos, setas de cemento como las bautizó la calle. Y como estaban por todas partes, los albaneses aprendieron a caminar con cuidado, tanteando el suelo, no fuera cosa que otro capricho del Jefe les brotara delante de los pies.
Pero la manía de control no se agotaba en el paisaje: su gobierno también regulaba los sentimientos. A Gonxhe Bojaxhiu, la futura Madre Teresa, le negó el permiso para volver a Albania y despedir a su madre muerta. Porque en su libreta de mandamientos, hasta las lágrimas se autorizaban o se prohibían.
El epílogo fue de un grotesco perfecto: la pirámide que mandó erigir en su honor, en pleno centro de Tirana, pretendía ser mausoleo eterno. Terminó reciclada en boliche nocturno y luego en centro cultural. Como si la propia ciudad hubiera decidido reírse de aquel monumento, cansada de tanto silencio, de tanta rigidez, de tanta falta envido con menos de 21.

DOS. Para el Partido de los Trabajadores de Albania (PPSh), la fe era sospechosa, un resabio medieval capaz de distraer al pueblo de la gran obra comunista. Su manual de ateísmo militante exigía la erradicación de la fe, por invisible que fuera. Así, las campanas se convirtieron en tractores y los minaretes en silos
En febrero de 1967, el país se autoproclamó «ateo». En 1976, el Artículo 37 de la Constitución lo solemnizó, y en 1977 la penalización de cualquier propaganda religiosa llegó a entre 3 y 10 años de prisión. Más de 2169 templos, mezquitas, monasterios, tekes y santuarios se cerraron o reconvirtieron. Como tantas otras “soluciones finales”, Albania clausuraba la espiritualidad. Y así llegó un sitio único en el planeta: el Museo del Ateísmo.
El relicario inaugurado en Shkodër, cerca de la frontera norte con Montenegro, exhibía cálices y crucifijos con el porte de fósiles petrificados. Los pioneros albaneses repetían mecánicamente “Dios no existe” en excursiones escolares. Era como si lograr que pronunciaran esas palabras borrara siglos de plegarias susurradas al filo de las montañas balcánicas del viejo Imperio Otomano.
Aun así, los locales, más prácticos que ideológicos, guardaron lo esencial bajo la mesa. Una vela encendida en la cocina, un rezo en voz baja mientras la radio estatal transmitía marchas militares a paso de oca. Algunos escondían iconos detrás de las ollas, otros enterraban medallas en el patio. El Partido podía confiscar imágenes, pero no lograba confiscar la duda íntima.
Y ahí aparece el costado más ridículo de la utopía. Gobernar la economía en uno de los países más pobres de Europa ya resultaba complicado, pero pretender gobernar las emociones equivalía a regular los sueños. El testarudo de Hoxha, hay que reconocerlo, lo intentó igual.

TRES. Con el derrumbe del régimen en 1991, Albania reabrió iglesias y mezquitas, aunque solo resurgió la mitad de los templos que existían antes de la llegada del comunismo. Así, la mayoría de los casi tres millones de albaneses crecieron en un país que pasó de la prohibición absoluta a la resurrección desordenada. Para dar vuelta a esa página, la nación se abrió recientemente al turismo con cafés modernos, playas a la griega y, sin quererlo, mediante las voces pop de Rita Ora y Dua Lipa, nacidas en familias albano-kosovares en el Tetris de los Balcanes.
Claro que en cada cuadra quedan recordatorios de la paranoia estatal, como el museo de la Casa de las Hojas en Tirana, donde funcionó el servicio secreto que mató a miles de albaneses o los envió a los gulags (campos de trabajo). El Museo del Ateísmo, en cambio, cerró. Algo tan lógico como un chiste macabro: después de todo, ¿qué razón de ser tenía un museo para enseñar que Dios no existe?
Pero lo más ácido del caso es que parte de las piezas de ese museo terminaron en templos cristianos y musulmanes, donde hoy operan como reliquias reutilizadas por la ironía del destino. Todo un símbolo del régimen de Hoxha, que creyó poder gobernar lo invisible. Al final, el decreto que pretendía liquidar la creencia lo único que consiguió fue convertirla en un chiste interno. Y Dios, el principal aludido, se cruzó de brazos y se largó a reír sin que nadie pudiera captarlo.