“Ah, están moliendo café y ese aroma me mata”, cuenta Pablo Solarz desde un pequeño restó de la marina tunecina, en el puerto de Sidi Bou Said, un promontorio de la costa mediterránea, de calles adoquinadas y casas blancas y azules. Así los captó su cámara en el arribo, desde el Isobella, un velero de 12 metros de eslora, capitaneado por Jorge González. Son argentinos. Integran la Global Sumud Flotilla, formada por múltiples grupos de Derechos Humanos, ONG, activistas, profesionales y referentes de las más diversas áreas, con la titánica misión de visibilizar el exterminio que produce Israel en Gaza.
El lunes pasado, un proyectil lanzado desde un dron impactó en uno de los barcos insignias, donde viajan los activistas Greta Thunberg y Thiago Ávila, entre otros. Provocó un incendio. Expuso el enorme riesgo. Manifestó algo superior a un alerta. Hizo recordar el episodio de la madrugada del 2 de mayo, cuando en la misión antecesora, atacaron al barco The Majestic, rebautizado con el emblemático nombre Conscience, al surcar aguas internacionales de Malta, provocándole insalvables averías.
Una misión tan edificante como compleja. Riesgosa, no sólo por el poderío descomunal del antagonista, Israel, sino por las condiciones en que se desarrolla. De hecho, de las embarcaciones que partieron de Barcelona, varias quedaron en la ruta por un tremendo temporal y de las que recalaron en Túnez, algunas emprenderán el regreso, antes de encarar el muy dificultoso trayecto final de 1000 millas en el Mediterráneo, para el que la imprescindible asistencia internacional es muy restringida.

El amor, el miedo
Es jueves y Pablo está en Túnez. La tensión se trasmite en la comunicación. Mixtura de nerviosismo, emoción, orgullo. La conciencia de transitar caminos tan extraños como excitantes. «Fui aceptado por ser guionista y director, por ser judío y por ser navegante. No me costó nada decidirme. Jorge González es una persona que admiro mucho, como capitán y como sujeto político. Incluso yo había escrito un relato ficcional basado en una aventura suya de la vida real. Tenía mucha data suya como capi y como militante de izquierda. Es un esteta del mar”.
El relato se interrumpió. Ruido de fondo. Hasta que el propio González, quien hace dos semanas relató su historia para Tiempo, tomó el celu: «Me han insultado y halagado de formas muy variadas, pero esta es muy original». La tensión se aflojó un instante. Las risas unieron el Mediterráneo con el Río de la Plata.
-Teníamos un proyecto, juntos. Pero en un momento, él en Barcelona y yo en Buenos Aires, me dijo que debíamos dejarlo entre paréntesis hasta el nuevo aviso. Había aplicado y había sido aceptado como capitán de uno de los veleros de la GSF. «¿Quién es tu marinero?», le pregnté. «Bueno, no te lo quería proponer. Es muy personal la decisión. Por todo lo que implica. Pero sos el indicado: sos narrador, sos navegante y sos judío».
–No lo dudaste.
–Le respondí: «Por supuesto, capitán». Yo había hecho una película, El último traje que ganó el Festival de Jerusalén, pero no fui a buscar el premio. No voy a Israel. Me propuse y me aceptaron de inmediato como tripulante y comunicador.
–Insistís y reiterás tu condición de judío.
–Sí, porque hay algo que tiene que ver con la culpa, la vergüenza que nos pasa a los judíos y no a otros argentinos. Me da vergüenza un Estado que dice ser judío y en mi nombre, cometa un genocidio. Me veo doblemente angustiado. Obvio, a mí no me está pasando nada. Son otras las víctimas.
–Hay una fuerte movida internacional: «No lo hagan en mi nombre».
–No diría «no en mi nombre». Para mí es «no y punto». No hagan esto. Soy judío y sentir que lo están haciendo en mi nombre me moviliza. Estoy acá porque soy judío y no puedo no estar acá. Cada judío debería encontrar desde qué lugar estar. Recién escribí un texto sobre los que dicen «es muy complejo este conflicto». No tienen corazón o perdieron la razón. Narran todo como les conviene para salir indemnes. No es complejo, es absolutamente simple: las imágenes lo cuentan. Decir que es complejo es mirar para otro lado.
–¿Qué sentías antes de partir de Buenos Aires?
–Una tristeza profunda. No dejo de tenerla. Me daba vergüenza hacer terapia. Lo hablaba: «Yo tengo vergüenza de estar acá hablando de mi neurosis mientras está pasando lo que está pasando en Gaza».
–¿Pudiste despegarte de tu vida en Argentina o Uruguay?
–Por un mes. Logré dedicar un mes de mi vida de privilegiado y unos recursos económicos para poder llegar. No me resultó nada difícil porque no lo dudé. La gente que me quiere, mi familia, mis amigos, no hubo nadie que no me dijera «no te puedo creer», «gracias por ir», «qué orgullo». Y mi hijo Luca, que tiene 13 años, me dijo: «Gracias, papá, por ir a Gaza».
–Se siente un afecto más o menos directo: aun en la distancia es la sensación de verse representado ante semejante horror.
–»Yo no puedo ir pero hay alguien allí que conozco». Hay algo de magia… Porque es un delirio. La flotilla es una cosa absolutamente inconcebible y maravillosa. Muy potente, poderosa, toca el inconsciente colectivo. Lo que pasó acá en Túnez fue una locura: a las tripulaciones se nos hizo difícil subir a sus botes auxiliares para llegar a los veleros fondeados en la bahía. El pueblo nos quería abrazar. Banderas, canciones. Cuando salimos de Barcelona, una multitud gritando «gracias». Pero no somos héroes, somos unos privilegiados que nos damos el lujo de subirnos a veleros para acercar alimentos y medicamentos a las verdaderas heroínas, las que sobreviven a la hambruna, la degradación y la matanza en Gaza.
–¿Cómo juega el miedo?
–Hay miedo, hay que manejarlo. Navegar no es sólo las velas, el timón, el barquito. Me resulta conmovedor cómo navega mi capitán: él me señala cuando habla Pablo y cuando habla el miedo de Pablo. Me ayuda a discernir. El miedo es entendible: navegás en un barco y te enterás que otro de la flota fue agredido con una cosa incendiaria y se hizo fuego. Y estás en el mar, de noche… Encima hay directivas de la organización que dan seguridad, pero dan miedo: ponerse salvavidas, tu posición en el barco, tener el pasaporte pegado al cuerpo. En fin, un cagazo padre, compañero.
–¿Cómo se lo soporta?
–Así como viene se va. Hay que cazar una escota, arriar velas. Y llega el amor de la gente. La potencia del amor, que llevamos vigilados por sus drones, no puede hundirse en el mar. El amor no es sumergible.

Adiós y tristeza
Ya es sábado. Anochece en el Mediterráneo. La urgencia del cierre de la edición de Tiempo impone el redondeo. Un último intercambio con Pablo. «Estamos despidiendo a los barcos que salen. Formamos parte de los que no van a zarpar a Gaza. Veremos cuánto lleva estar a son de mar y cumplir la misión de dejar el barco en Siracusa, costa de Sicilia».
Ya había detallado la huella de transitar en medio del recorrido previsto. «Estamos llenos de incertidumbres. Muy lejos, 1000 millas en velero pueden ser entre 8/12 días, depende del viento, bajas presiones, tormentas. Sí, de Buenos Aires a Ciudad del Cabo haces 30 mil, pero con corredores de viento muy diferentes al Mediterráneo. Como ir de Buenos Aires a Río. Muy difícil que un velero lo haga sin escalas». Advirtió sobre la frustrada urgencia de un puerto para recalar. «Entrar en Italia o Grecia sería no poder seguir después. Ni hablar de Egipto y Libia (…) Hasta último momento se peleó por una recalada, pero…».
–¿Qué sentís vos ahora?
–Un poco triste. Un poco aliviado también. Mucha adrenalina, estos días. Muchas ganas, mucho miedo. Es una sensación muy rara la que se me produce ahora.

La valija
Desde que se embarcó en Barcelona, Pablo Solarz emitió casi diariamente videos breves, especies de cortos cinematográficos, relatando las vivencias en el Isobella, cruzando el mediterráneo. Algunos los subió en su Instagram: @cinexpalestina_arg.
En algunos relató textos preexistentes, como el del poeta palestino Mosab Abu Toha: «Dentro de la valija tengo ropa de mi padre, de mi madre, mía, de mis hermanos. Tengo sus zapatos y sus sandalias. La valija es su casa nueva. Quiero llevarla a un lugar seguro. También tengo las últimas fotos de mi papá, sus libros de poesía. Nunca pudo terminar una novela. Los trabajos, las guerras. Miré y vi los caminos surcados por las ruedas de la valija. Mi casa sigue siendo una pila de escombros. Como una carpa caída hecha de velas de barcos».

Histórias mínimas
Actor, director y guionista cinematográfico. Lo fue de Historias mínimas (2002, Carlos Sorín), El frasco (2008, Alberto Lecchi), Un novio para mi mujer (2008, Juan Taratuto), Me casé con un boludo (2016), Mazel Tov (2025), entre otras en las que también fue director, como El último traje (2017) protagonizada por Miguel Ángel Solá (candidata al Goya) y Desperté con un sueño (2022), filmada en La Paloma, Uruguay, con actores locales. Allí Pablo se pasa extensas temporadas: en La Paloma lo encontró la pandemia, con su propio barco, Tertulia.
-¿Cómo te iniciaste en la náutica?
-A fin de los ’90 yo tenía un programa como guionista, Por ese palpitar. Carlos Sorín me convocó para que le escriba una película. Yo quería ser guionista de cine, había estudiado cine, no quería la tele. Me contó la idea: «Un camionero lleva un velero en un camión por la ruta desde el Río de la Plata hasta los grandes lagos del sur. Durante el viaje se va enamorando de la carga, se transforma de chofer a capitán del barco. Por supuesto, dije que me encantaba, pero no era cierto. Me vi todas las películas del género: La nave de los locos, Fitzcarraldo… No se me ocurría nada y me anoté en un curso de timonel para entender aunque sea cómo se llaman las cosas de un barco. Y por qué se podría enamorar de un barco… ¿Qué se hace cuando se enamora: lo besa, le dice que lo ama? Pero junté coraje y le dije que la idea no me quedaba bien. Me respondió: «Sí, es medio una pelotudez, ¿no?». Le repliqué: «A mí más me gusta más el barco sobre la mar y el caballo a la montaña». Me dijo, entonces, que quería contar la parte árida de la Patagonia. Ahí salió el viejito que busca el perro de Historias Mínimas. Ah, lo que pasó es que a mí el curso de navegación me encantó… Con ese guion me compré mi primer velerito. Lo que no le pasó al camionero me pasó a mí.
-La última vez que nos vimos, Pablo, fue en el puerto de La Paloma. Esta es otra historia y no es justamente una “historia mínima”.
-Ricky, yo estoy muy conmovido con haber vuelto a ser marinero a las órdenes de un capitán. Hacía 15/20 años que no que no hacía esto. Me siento muy buen marinero ahora. Lo que pasa es que hay sólo dos o tres capitanes a cuyas órdenes me subiría a un barco. Y Jorge es un maestro, no sólo del mar.
-¿Qué sentiste cuando llegaste a Túnez?
-Cuando un velero entra a un puerto y para, pero no acabó el viaje, se llama recalada. Una especie de logro, de sensación de mitad de la película. Estar en la puerta de Medio Oriente. Siempre que llegás por mar y con el viento propulsando, tenés esa sensación tan indescriptible. Igual que cuando llego con mi velero todos los años a La Paloma. No es lo mismo llegar en Buquebús o el auto que ir con el viento. Me digo: «No me regalaron La Paloma, me la gané». Como acá: «A Túnez no nos lo regalaron. Nos lo ganamos».